Papa Francisco | «Mama Antula» fue una caminante del Espíritu, recorrió miles de kilómetros a pie, para llevar a Dios, hoy es para nosotros un modelo de fervor y audacia apostólica

11 febrero, 2024

Papa Francisco | «Mama Antula» fue una caminante del Espíritu, recorrió miles de kilómetros a pie, para llevar a Dios, hoy es para nosotros un modelo de fervor y audacia apostólica, así lo expresó el Santo Padre al compartir la Homilía en la celebración Eucarística con rito de Canonización de la Beata María Antonia de San José de Paz y Figueroa. Celebrada en la Basílica de San Pedro, donde el Su Santidad Francisco presidió la Santa Misa y Canonización en la media mañana de hoy (hora de Roma), domingo 11 de febrero, donde entre los concelebrantes se encontraba Mons. Santiago Olivera, Delegado Episcopal para las Causas de los Santos de la Conferencia Episcopal Argentina y Obispo Castrense de Argentina..

El Papa nos decía, “la primera lectura (cf. Lv 13,1-2.45-46) y el Evangelio (cf. Mc 1,40-45) hablan de la lepra: una enfermedad que conlleva la progresiva destrucción física de la persona y a la que, por desgracia, todavía se asocian en algunos lugares actitudes de marginación.

El leproso se ve obligado a vivir fuera de la ciudad. Frágil a causa de su enfermedad, en lugar de ser ayudado por sus conciudadanos, es abandonado a su suerte, es más, se siente aún más herido por el alejamiento y el rechazo. ¿Por qué? Por miedo, en primer lugar, el miedo a contagiarse y acabar como él: «¡Que no nos pase a nosotros también!”

Más adelante nos señalaba el Pontífice, “miedo, prejuicios y falsa religiosidad: son tres causas de gran injusticia, tres «leprosos del alma» que hacen sufrir a los débiles, descartándolos como desechos. Hermanos, hermanas, no pensemos que son cosas del pasado. ¡Cuántas personas que sufren encontramos en las aceras de nuestras ciudades! ¡Y cuántos miedos, prejuicios e incoherencias, incluso entre los que creen y profesan ser cristianos, siguen hiriéndolos! Incluso en nuestro tiempo hay tanta marginación, hay barreras que derribar, «lepra» que curar. Pero, ¿cómo? ¿Cómo podemos hacerlo? ¿Qué hace Jesús? Jesús realiza dos gestos: toca y cura”.

Al respecto, el Papa profundizaba sobre el primer aspecto: tocar. “Jesús, ante el grito de socorro del hombre (cf. v. 40), siente compasión, se detiene, tiende la mano y lo toca (cf. v. 41), aun sabiendo que, al hacerlo, se convertirá a su vez en un «rechazado». En efecto, paradójicamente, las partes se invertirán: el enfermo, una vez curado, podrá acudir a los sacerdotes y ser readmitido en la comunidad; Jesús, en cambio, ya no podrá entrar en ninguna comunidad (cf. v. 45). El Señor podría entonces haber evitado tocar a esa persona, le habría bastado con «curarla a distancia». Pero Cristo no es así, su camino es el del amor que se hace cercano a los que sufren, que entra en contacto, que toca sus heridas”.

Continuando, siguió compartiendo Su Santidad, “de hecho, su «tocar» no sólo indica cercanía, sino que es el principio de la curación. Y la cercanía es el estilo de Dios: Dios es siempre cercano, compasivo y tierno. Cercanía, compasión y ternura. Ese es el estilo de Dios.

Al «toque» de Jesús, en efecto, renace lo mejor de nosotros mismos: se regeneran los tejidos del corazón; la sangre de nuestros impulsos creativos vuelve a fluir llena de amor; se curan las heridas de los errores del pasado y la piel de las relaciones recobra su consistencia sana y natural. Así vuelve la belleza que tenemos, la belleza que somos; la belleza de ser amados por Cristo, redescubrimos la alegría de entregarnos a los demás, sin miedo y sin prejuicios, libres de formas de religiosidad anestesiante y despojados de la carne del hermano; la capacidad de amar, más allá de todo cálculo y conveniencia, recobra fuerza en nosotros”.

Finalmente, el Papa Francisco nos habló de nuestra Santa Argentina, de ella nos decía, “pensamos en María Antonia de San José, «Mama Antula». Fue una caminante del Espíritu. Recorrió miles de kilómetros a pie, a través de desiertos y caminos peligrosos, para llevar a Dios. Hoy es para nosotros un modelo de fervor y audacia apostólica. Gracias a Mama Antula, este santo, intercesor de la Divina Providencia, se abrió paso en hogares, barrios, transportes, comercios, fábricas y corazones, para ofrecer una vida digna a través del trabajo, la justicia y el pan de cada día en la mesa de los pobres. Recemos hoy a María Antonia, Santa María Antonia de Paz de San José, para que tanto nos ayude. Que el Señor nos bendiga a todos”.

SANTA MISA Y CANONIZACIÓN

DE LA BEATA MARÍA ANTONIA DE SAN JOSÉ DE PAZ Y FIGUEROA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pedro

VI domingo del tiempo ordinario, 11 de febrero de 2024

La primera lectura (cf. Lv 13,1-2.45-46) y el Evangelio (cf. Mc 1,40-45) hablan de la lepra: una enfermedad que conlleva la progresiva destrucción física de la persona y a la que, por desgracia, todavía se asocian en algunos lugares actitudes de marginación. Lepra y marginación: dos males de los que Jesús quiere liberar al hombre que encuentra en el Evangelio. Veamos su situación.

El leproso se ve obligado a vivir fuera de la ciudad. Frágil a causa de su enfermedad, en lugar de ser ayudado por sus conciudadanos, es abandonado a su suerte, es más, se siente aún más herido por el alejamiento y el rechazo. ¿Por qué? Por miedo, en primer lugar, el miedo a contagiarse y acabar como él: «¡Que no nos pase a nosotros también! No nos arriesguemos, alejémonos!». Por miedo. Luego, por prejuicio: «Si tiene una enfermedad tan horrible», era la opinión común, «seguramente es porque Dios le está castigando por alguna falta que ha cometido: y así, si se lo merece, ¡le está bien empleado!».  Esto es prejuicio. Y, por último, la falsa religiosidad: en aquella época, de hecho, se creía que tocar a una persona muerta la convertía en impura, y los leprosos eran personas cuya carne «moría sobre ellos». Así que -se pensaba- tocarlos era volverse impuro como ellos: he aquí una religiosidad distorsionada, que levantaba barreras y ahogaba la piedad.

Miedo, prejuicios y falsa religiosidad: son tres causas de gran injusticia, tres «leprosos del alma» que hacen sufrir a los débiles, descartándolos como desechos. Hermanos, hermanas, no pensemos que son cosas del pasado. ¡Cuántas personas que sufren encontramos en las aceras de nuestras ciudades! ¡Y cuántos miedos, prejuicios e incoherencias, incluso entre los que creen y profesan ser cristianos, siguen hiriéndolos! Incluso en nuestro tiempo hay tanta marginación, hay barreras que derribar, «lepra» que curar. Pero, ¿cómo? ¿Cómo podemos hacerlo? ¿Qué hace Jesús? Jesús realiza dos gestos: toca y cura.

Primer gesto: tocar. Jesús, ante el grito de socorro del hombre (cf. v. 40), siente compasión, se detiene, tiende la mano y lo toca (cf. v. 41), aun sabiendo que, al hacerlo, se convertirá a su vez en un «rechazado». En efecto, paradójicamente, las partes se invertirán: el enfermo, una vez curado, podrá acudir a los sacerdotes y ser readmitido en la comunidad; Jesús, en cambio, ya no podrá entrar en ninguna comunidad (cf. v. 45). El Señor podría entonces haber evitado tocar a esa persona, le habría bastado con «curarla a distancia». Pero Cristo no es así, su camino es el del amor que se hace cercano a los que sufren, que entra en contacto, que toca sus heridas. La cercanía de Dios. Jesús es cercano, Dios es cercano. Nuestro Dios, queridos hermanos y hermanas, no permaneció distante en el cielo, sino que en Jesús se hizo hombre para tocar nuestra pobreza. Y ante la «lepra» más grave, la del pecado, no dudó en morir en la cruz, fuera de las murallas de la ciudad, rechazado como pecador, como leproso, para tocar hasta el fondo nuestra realidad humana. Un santo escribió: «Se hizo leproso por nosotros».

Y nosotros, que amamos y seguimos a Jesús, ¿sabemos hacer nuestro su «toque»? No es fácil, y debemos estar atentos cuando surgen en nuestro corazón instintos contrarios a su «hacerse cercano» y a su «hacerse don»: por ejemplo, cuando nos distanciamos de los demás para pensar en nosotros mismos, cuando reducimos el mundo a los muros de nuestro «bienestar», cuando creemos que el problema son siempre y sólo los demás… En estos casos, debemos estar atentos, porque el diagnóstico es claro, se trata de la «lepra del alma»: una enfermedad que nos hace insensibles al amor, a la compasión, que nos destruye a través de la «gangrena» del egoísmo, del preconcepto, de la indiferencia y de la intolerancia. Estemos atentos, hermanos y hermanas, también porque, como sucede con las primeras motas de lepra, que aparecen en la piel en la fase inicial de la enfermedad, si no intervenimos inmediatamente, la infección crece y se vuelve devastadora. Ante este riesgo, ante la posibilidad de esta enfermedad de nuestra alma, ¿cuál es el remedio?

Nos ayuda el segundo gesto de Jesús, que cura (cf. v. 42). De hecho, su «tocar» no sólo indica cercanía, sino que es el principio de la curación. Y la cercanía es el estilo de Dios: Dios es siempre cercano, compasivo y tierno. Cercanía, compasión y ternura. Ese es el estilo de Dios. ¿Y estamos abiertos a esto? Porque es dejándonos tocar por Jesús como sanamos por dentro, en nuestro corazón. Si nos dejamos tocar por Él en la oración, en la adoración, si le permitimos que actúe en nosotros a través de su Palabra y de los Sacramentos, su contacto nos cambia de verdad, nos cura del pecado, nos libera de las cerrazones, nos transforma más allá de lo que podemos hacer por nosotros mismos, con nuestros propios esfuerzos. Nuestras partes heridas -las de nuestro corazón y de nuestra alma-, las enfermedades de nuestra alma deben ser llevadas a Jesús: la oración lo hace; pero no una oración abstracta, hecha sólo de fórmulas que hay que repetir, sino una oración sincera y viva, que pone a los pies de Cristo nuestras miserias, fragilidades, falsedades, miedos. Pensemos y preguntémonos: ¿dejo que Jesús toque mi «lepra» para que me cure?

Al «toque» de Jesús, en efecto, renace lo mejor de nosotros mismos: se regeneran los tejidos del corazón; la sangre de nuestros impulsos creativos vuelve a fluir llena de amor; se curan las heridas de los errores del pasado y la piel de las relaciones recobra su consistencia sana y natural. Así vuelve la belleza que tenemos, la belleza que somos; la belleza de ser amados por Cristo, redescubrimos la alegría de entregarnos a los demás, sin miedo y sin prejuicios, libres de formas de religiosidad anestesiante y despojados de la carne del hermano; la capacidad de amar, más allá de todo cálculo y conveniencia, recobra fuerza en nosotros.

Entonces, como dice una hermosa página de la Escritura (cf. Ez 37,1-14), de lo que parecía un valle de huesos marchitos, se levantan cuerpos vivos y renace un pueblo de salvados, una comunidad de hermanos. Pero sería engañoso pensar que este milagro requiere formas grandiosas y espectaculares para producirse. Sucede sobre todo en la caridad oculta de cada día: la que se vive en la familia, en el trabajo, en la parroquia y en la escuela; en la calle, en las oficinas y en las tiendas; la que no busca publicidad ni necesita aplausos, porque basta el amor (cf. San Agustín, Enarr. in Ps. 118, 8, 3). Jesús lo subraya hoy cuando ordena al curado que «no diga nada a nadie» (v. 44): cercanía y discreción. Hermanos y hermanas, así nos ama Dios, y si nos dejamos tocar por Él, también nosotros, por la fuerza de su Espíritu, podemos llegar a ser testigos del amor que salva.

Y hoy pensamos en María Antonia de San José, «Mama Antula». Fue una caminante del Espíritu. Recorrió miles de kilómetros a pie, a través de desiertos y caminos peligrosos, para llevar a Dios. Hoy es para nosotros un modelo de fervor y audacia apostólica. Cuando los jesuitas fueron expulsados, el Espíritu encendió en ella una llama misionera basada en la confianza en la Providencia y en la perseverancia. Invocó la intercesión de San José y, para no cansarle demasiado, la de San Gaetano Thiene. Así, introdujo la devoción a este último, y su primera imagen llegó a Buenos Aires en el siglo XVIII. Gracias a Mama Antula, este santo, intercesor de la Divina Providencia, se abrió paso en hogares, barrios, transportes, comercios, fábricas y corazones, para ofrecer una vida digna a través del trabajo, la justicia y el pan de cada día en la mesa de los pobres. Recemos hoy a María Antonia, Santa María Antonia de Paz de San José, para que tanto nos ayude. Que el Señor nos bendiga a todos.

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