PAPA FRANCISCO | Unamos nuestros corazones y nuestras fuerzas, para que los mares y los desiertos no sean cementerios, sino espacios donde Dios pueda abrir caminos de libertad y fraternidad, así lo pidió el Santo Padre al compartir su mensaje durante la Audiencia General del miércoles. Celebrada en Plaza San Pedro, Su Santidad Francisco dedicó su mensaje a hablar sobre el Mar y Desierto, dejando por su catequesis habitual.
El Santo Padre, dijo, “(…) deseo detenerme con ustedes para pensar en las personas que -incluso en este momento- atraviesan mares y desiertos para llegar a una tierra donde puedan vivir en paz y seguridad. Mar y desierto: estas dos palabras vuelven a aparecer en tantos testimonios que recibo, tanto de emigrantes como de personas que se comprometen a ayudarles. Y cuando digo «mar», en el contexto de la migración, me refiero también al océano, al lago, al río, a todas las traicioneras masas de agua que tantos hermanos y hermanas de todo el mundo se ven obligados a cruzar para llegar a su destino”.
Continuando, agregó, “he hablado muchas veces del Mediterráneo, porque soy Obispo de Roma y porque es emblemático: el mare nostrum, lugar de comunicación entre pueblos y civilizaciones, se ha convertido en un cementerio. Y la tragedia es que muchos, la mayoría de estos muertos, podrían haberse salvado. Hay que decirlo claramente: hay quienes trabajan sistemáticamente por todos los medios para repeler a los migrantes, para repeler a los migrantes. Y esto, cuando se hace a conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave”.
En otro párrafo, Su Santidad señalaba, “(…) el mar y el desierto son también lugares bíblicos cargados de valor simbólico. Son escenarios muy importantes en la historia del éxodo, la gran migración del pueblo conducido por Dios a través de Moisés desde Egipto hasta la Tierra Prometida. Estos lugares son testigos del drama del pueblo que huye de la opresión y la esclavitud. Son lugares de sufrimiento, de miedo, de desesperación, pero al mismo tiempo son lugares de paso hacia la liberación -y cuántas personas atraviesan hoy los mares, los desiertos para liberarse-, son lugares de paso hacia la redención, hacia la libertad y el cumplimiento de las promesas de Dios (cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2024)”.
Profundizando, el Papa dijo, “(…) en una cosa podríamos estar todos de acuerdo: en esos mares y desiertos mortíferos no deberían estar los emigrantes de hoy, y los hay, por desgracia. Pero no es con leyes más restrictivas, no es con la militarización de las fronteras, no es con rechazos como lo conseguiremos. Por el contrario, lo lograremos ampliando las rutas de entrada seguras y legales para los migrantes, facilitando el refugio a quienes huyen de las guerras, la violencia, la persecución y las múltiples calamidades; (…)”.
Finalizando, el Papa reflexionó, “(…) quisiera concluir reconociendo y alabando el compromiso de tantos buenos samaritanos, que hacen todo lo posible para rescatar y salvar a los migrantes heridos y abandonados en las rutas de la esperanza desesperada, en los cinco continentes. Queridos hermanos y hermanas, unamos nuestros corazones y nuestras fuerzas, para que los mares y los desiertos no sean cementerios, sino espacios donde Dios pueda abrir caminos de libertad y fraternidad”.
A continuación, compartimos en forma completa el mensaje de Su Santidad Francisco:
Catequesis. Mar y desierto.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy pospongo la catequesis habitual y deseo detenerme con ustedes para pensar en las personas que -incluso en este momento- atraviesan mares y desiertos para llegar a una tierra donde puedan vivir en paz y seguridad.
Mar y desierto: estas dos palabras vuelven a aparecer en tantos testimonios que recibo, tanto de emigrantes como de personas que se comprometen a ayudarles. Y cuando digo «mar», en el contexto de la migración, me refiero también al océano, al lago, al río, a todas las traicioneras masas de agua que tantos hermanos y hermanas de todo el mundo se ven obligados a cruzar para llegar a su destino. Y «desierto» no es sólo el de arena y dunas, o el rocoso, sino también todos esos territorios inaccesibles y peligrosos, como bosques, selvas, estepas, donde los migrantes caminan solos, abandonados a sí mismos. Migrantes, mar y desierto. Las rutas migratorias actuales están marcadas a menudo por travesías marítimas y desérticas, que para muchas personas -¡demasiadas! -, resultan mortales. Por eso hoy quiero detenerme en este drama, en este dolor. Algunas de estas rutas las conocemos mejor, porque suelen estar en el candelero; otras, la mayoría, son poco conocidas, pero no por ello menos transitadas.
He hablado muchas veces del Mediterráneo, porque soy Obispo de Roma y porque es emblemático: el mare nostrum, lugar de comunicación entre pueblos y civilizaciones, se ha convertido en un cementerio. Y la tragedia es que muchos, la mayoría de estos muertos, podrían haberse salvado. Hay que decirlo claramente: hay quienes trabajan sistemáticamente por todos los medios para repeler a los migrantes, para repeler a los migrantes. Y esto, cuando se hace a conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave. No olvidemos lo que dice la Biblia: «No molestarás al extranjero ni lo oprimirás» (Ex 22,20). El huérfano, la viuda y el forastero son los pobres por excelencia a los que Dios siempre defiende y pide defender.
Incluso algunos desiertos, por desgracia, se convierten en cementerios de emigrantes. E incluso aquí no se trata a menudo de muertes «naturales». No. A veces en el desierto los llevan y los abandonan. Todos conocemos la foto de la mujer y la hija de Pato, que murieron de hambre y sed en el desierto. En la era de los satélites y los drones, hay hombres, mujeres y niños migrantes que nadie debe ver: los esconden. Sólo Dios los ve y escucha su grito. Y esto es una crueldad de nuestra civilización.
En efecto, el mar y el desierto son también lugares bíblicos cargados de valor simbólico. Son escenarios muy importantes en la historia del éxodo, la gran migración del pueblo conducido por Dios a través de Moisés desde Egipto hasta la Tierra Prometida. Estos lugares son testigos del drama del pueblo que huye de la opresión y la esclavitud. Son lugares de sufrimiento, de miedo, de desesperación, pero al mismo tiempo son lugares de paso hacia la liberación -y cuántas personas atraviesan hoy los mares, los desiertos para liberarse-, son lugares de paso hacia la redención, hacia la libertad y el cumplimiento de las promesas de Dios (cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2024).
Hay un salmo que, dirigiéndose al Señor, dice: «Sobre el mar tu camino / tus sendas sobre las grandes aguas» (77,20). Y otro canta así: «Guió a su pueblo por el desierto, / porque es eterno su amor» (136,16). Estas palabras santas nos dicen que, para acompañar al pueblo en el camino de la libertad, Dios mismo atraviesa el mar y el desierto; Dios no permanece a distancia, no, comparte el drama de los emigrantes, Dios está con ellos, con los emigrantes, sufre con ellos, con los emigrantes, llora y espera con ellos, con los emigrantes. Nos hará bien pensar hoy: el Señor está con nuestros migrantes en el mare nostrum, el Señor está con ellos, no con quienes los rechazan.
Hermanos y hermanas, en una cosa podríamos estar todos de acuerdo: en esos mares y desiertos mortíferos no deberían estar los emigrantes de hoy, y los hay, por desgracia. Pero no es con leyes más restrictivas, no es con la militarización de las fronteras, no es con rechazos como lo conseguiremos. Por el contrario, lo lograremos ampliando las rutas de entrada seguras y legales para los migrantes, facilitando el refugio a quienes huyen de las guerras, la violencia, la persecución y las múltiples calamidades; lo lograremos fomentando por todos los medios una gobernanza mundial de la migración basada en la justicia, la fraternidad y la solidaridad. Y uniendo nuestras fuerzas para combatir el tráfico de seres humanos, para detener a los traficantes criminales que explotan sin piedad la miseria de los demás.
Queridos hermanos y hermanas, pensad en tantas tragedias de migrantes: cuántos mueren en el Mediterráneo. Pensad en Lampedusa, en Crotone… cuántas cosas feas y tristes. Y quisiera concluir reconociendo y alabando el compromiso de tantos buenos samaritanos, que hacen todo lo posible para rescatar y salvar a los migrantes heridos y abandonados en las rutas de la esperanza desesperada, en los cinco continentes. Estos hombres y mujeres valientes son signo de una humanidad que no se deja contagiar por la mala cultura de la indiferencia y el descarte: lo que mata a los migrantes es nuestra indiferencia y esa actitud de descarte. Y los que no pueden estar como ellos «en primera línea» -pienso en tanta gente buena que está ahí en primera línea, en Mediterranea Saving Humans y en tantas otras asociaciones- no están excluidos de esta lucha por la civilización: no podemos estar en primera línea pero no estamos excluidos; hay muchas maneras de contribuir, ante todo la oración. Y yo os pregunto: ¿rezáis por los emigrantes, por los que vienen a nuestras tierras a salvar la vida? Y «vosotros» queréis ahuyentarlos.
Queridos hermanos y hermanas, unamos nuestros corazones y nuestras fuerzas, para que los mares y los desiertos no sean cementerios, sino espacios donde Dios pueda abrir caminos de libertad y fraternidad.
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Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor por tantas personas que se ven obligadas a dejar sus hogares en busca de un porvenir, y por quienes los reciben y acompañan, devolviéndoles la esperanza y abriendo nuevos caminos de libertad y fraternidad. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa, Consuelo de los migrantes, los cuide. Muchas gracias.
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua italiana. Saludo en particular a los participantes en el encuentro estival para seminaristas, a quienes deseo que continúen su formación alimentados por la Palabra de Dios y el Pan de vida; saludo también a los grupos parroquiales, especialmente a los de Marinella-Bagnara Calabra y Rovato. Saludo con alegría a los Confirmandos de la diócesis de Chiavari: queridos muchachos y muchachas, con los dones del Espíritu Santo, que habéis recibido en la Confirmación, vuestra amistad con Jesús se ha hecho más íntima y se alimenta de la Eucaristía. Por eso os animo a participar fielmente en la Misa dominical y también a acercaros al Sacramento de la Penitencia, la Confesión: es el encuentro con Jesús que perdona nuestros pecados y nos ayuda a hacer el bien. Se dice -pero son malas lenguas, creo yo- que la confirmación es el sacramento de la despedida, que una vez recibida, nadie vuelve a la iglesia. Yo creo que esto no es verdad: ¡siempre se vuelve a la iglesia!
Y pensamos en los países en guerra, en tantos países en guerra. Pensamos en Palestina, en Israel, en la atormentada Ucrania, pensamos en Myanmar, en Kivu del Norte y en tantos países en guerra. Que el Señor les conceda el don de la paz.
Por último, mi pensamiento se dirige a los jóvenes, a los enfermos, a los ancianos y a los recién casados. A imitación de san Agustín, cuya memoria litúrgica celebramos hoy, tened sed de la verdadera sabiduría y buscad sin cesar al Señor, fuente viva del amor eterno.
A todos ustedes, mi bendición.
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