PAPA FRANCISCO | La vida que nos da el Espíritu Santo es vida eterna, así lo señaló el Santo Padre al compartir su mensaje durante la Audiencia General del miércoles. Celebrada en Plaza San Pedro, el Su Santidad Francisco retomando el ciclo de catequesis «El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo guía al pueblo de Dios hacia Jesús, nuestra esperanza», centró su meditación en el tema: “Creo en el Espíritu Santo”. El Espíritu Santo en la fe de la Iglesia (Lectura: Jn 14,15-17).
Al respecto, el Papa decía, “con la catequesis de hoy pasamos de lo que nos ha sido revelado en la Sagrada Escritura sobre el Espíritu Santo a cómo está presente y actúa en la vida de la Iglesia, en nuestra vida cristiana. En los tres primeros siglos, la Iglesia no sintió la necesidad de formular explícitamente su creencia en el Espíritu Santo. Por ejemplo, en el Credo más antiguo de la Iglesia, el llamado Credo de los Apóstoles, después de proclamar: «Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, que nació, murió, descendió a los infiernos, resucitó y ascendió a los cielos», se añade: «[Creo] en el Espíritu Santo» y nada más, sin ninguna especificación”.
Seguidamente agregó Su Santidad, “pero fue la herejía la que empujó a la Iglesia a especificar esta fe. Cuando este proceso comenzó -con San Atanasio en el siglo IV- fue la experiencia de la Iglesia de la acción santificadora y divinizadora del Espíritu Santo lo que llevó a la Iglesia a la certeza de la plena divinidad del Espíritu Santo. Esto ocurrió en el Concilio Ecuménico de Constantinopla en 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo con las conocidas palabras que todavía hoy repetimos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida, y procede del Padre y del Hijo. Con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, y ha hablado por los profetas»”.
Más adelante, preguntaba: ¿Qué nos dice a nosotros, los creyentes de hoy, el artículo de fe que proclamamos cada domingo en la Misa: «Creo en el Espíritu Santo»? En el pasado, se refería principalmente a la afirmación de que el Espíritu Santo «procede del Padre». La Iglesia latina completó pronto esta afirmación añadiendo, en el Credo de la Misa, que el Espíritu Santo «procede también del Hijo». Como en latín la expresión «y del Hijo» se llama «Filioque», esto dio lugar a la disputa conocida con este nombre, que ha sido motivo (o pretexto) de tantas disputas y divisiones entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente”.
Profundizando, el Papa agregaba, “superado este escollo, hoy podemos valorar la prerrogativa más importante para nosotros que se proclama en el artículo del Credo, a saber, que el Espíritu Santo es «vivificador», es decir, da vida. Nos preguntamos: ¿qué vida da el Espíritu Santo? Al principio, en la creación, el soplo de Dios da a Adán la vida natural; de una estatua de barro, lo convierte en «un ser vivo» (cf. Gn 2,7). Ahora, en la nueva creación, el Espíritu Santo es quien da a los creyentes la vida nueva, la vida de Cristo, la vida sobrenatural, como hijos de Dios”.
Antes de concluir, el Papa preguntó: ¿Dónde está, en todo esto, la gran y consoladora noticia para nosotros? En que la vida que nos da el Espíritu Santo es vida eterna. La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan en la tierra”.
A continuación, compartimos en forma completa el mensaje de Su Santidad Francisco:
Ciclo de catequesis. El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo conduce al pueblo de Dios a Jesús, nuestra esperanza. «Creo en el Espíritu Santo». El Espíritu Santo en la fe de la Iglesia
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con la catequesis de hoy pasamos de lo que nos ha sido revelado en la Sagrada Escritura sobre el Espíritu Santo a cómo está presente y actúa en la vida de la Iglesia, en nuestra vida cristiana.
En los tres primeros siglos, la Iglesia no sintió la necesidad de formular explícitamente su creencia en el Espíritu Santo. Por ejemplo, en el Credo más antiguo de la Iglesia, el llamado Credo de los Apóstoles, después de proclamar: «Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, que nació, murió, descendió a los infiernos, resucitó y ascendió a los cielos», se añade: «[Creo] en el Espíritu Santo» y nada más, sin ninguna especificación.
Pero fue la herejía la que empujó a la Iglesia a especificar esta fe. Cuando este proceso comenzó -con San Atanasio en el siglo IV- fue la experiencia de la Iglesia de la acción santificadora y divinizadora del Espíritu Santo lo que llevó a la Iglesia a la certeza de la plena divinidad del Espíritu Santo. Esto ocurrió en el Concilio Ecuménico de Constantinopla en 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo con las conocidas palabras que todavía hoy repetimos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida, y procede del Padre y del Hijo. Con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, y ha hablado por los profetas».
Decir que el Espíritu Santo «es Señor» era como decir que comparte el «señorío» de Dios, que pertenece al mundo del Creador, no al de las criaturas. La afirmación más contundente es que se le debe la misma gloria y culto que al Padre y al Hijo. Es el argumento de igual honor, querido por San Basilio el Grande, que fue el principal artífice de esa fórmula: el Espíritu Santo es Señor, es Dios.
La definición conciliar no fue un punto de llegada, sino de partida. Y de hecho, una vez superadas las razones históricas que habían impedido una afirmación más explícita de la divinidad del Espíritu Santo, se proclamó tranquilamente en el culto de la Iglesia y en su teología. Ya San Gregorio Nacianceno, a raíz de aquel Concilio, afirmará sin más reparos: «¿Es, pues, Dios el Espíritu Santo? Ciertamente. ¿Es consustancial? Sí, si es Dios verdadero» (Oratio 31, 5.10).
¿Qué nos dice a nosotros, los creyentes de hoy, el artículo de fe que proclamamos cada domingo en la Misa: «Creo en el Espíritu Santo»? En el pasado, se refería principalmente a la afirmación de que el Espíritu Santo «procede del Padre». La Iglesia latina completó pronto esta afirmación añadiendo, en el Credo de la Misa, que el Espíritu Santo «procede también del Hijo». Como en latín la expresión «y del Hijo» se llama «Filioque», esto dio lugar a la disputa conocida con este nombre, que ha sido motivo (o pretexto) de tantas disputas y divisiones entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente. Ciertamente, no es el caso de tratar aquí esta cuestión, que, por otra parte, en el clima de diálogo establecido entre las dos Iglesias, ha perdido la dureza del pasado y hoy permite esperar una plena aceptación mutua, como una de las principales «diferencias reconciliadas». Me gusta decir esto: «diferencias reconciliadas». Entre cristianos hay tantas diferencias: este es de esta escuela, el otro; este es protestante, aquel… Lo importante es que estas diferencias se reconcilien, en el amor de caminar juntos.
Superado este escollo, hoy podemos valorar la prerrogativa más importante para nosotros que se proclama en el artículo del Credo, a saber, que el Espíritu Santo es «vivificador», es decir, da vida. Nos preguntamos: ¿qué vida da el Espíritu Santo? Al principio, en la creación, el soplo de Dios da a Adán la vida natural; de una estatua de barro, lo convierte en «un ser vivo» (cf. Gn 2,7). Ahora, en la nueva creación, el Espíritu Santo es quien da a los creyentes la vida nueva, la vida de Cristo, la vida sobrenatural, como hijos de Dios. Pablo puede exclamar: «La ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, os ha librado de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8,2).
¿Dónde está, en todo esto, la gran y consoladora noticia para nosotros? En que la vida que nos da el Espíritu Santo es vida eterna. La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo termina aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la injusticia que reinan en la tierra. Otra palabra del Apóstol nos asegura: «Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos también dará vida a vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu, que habita en vosotros» (Rom 8,11). El Espíritu habita en nosotros, está dentro de nosotros.
Cultivemos esta fe también por los que, a menudo sin culpa suya, están privados de ella y no encuentran sentido a la vida. Y no olvidemos dar gracias a Aquel que, con su muerte, nos ha obtenido este don inestimable.
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Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, que son tantos. El próximo domingo se celebra la Jornada Mundial de las Misiones, y canonizaré a catorce beatos; catorce nuevos santos. Los invito a conocer a esos nuevos santos y a pedir su intercesión, ya que son un claro testimonio de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua italiana. Saludo, en particular, a los participantes en la Convención Mundial de Radio María, procedentes de diversos países, y les exhorto a difundir los valores de la fraternidad y la solidaridad, haciéndose eco de la vida de la Iglesia.
Saludo a los fieles de Roseto Valforte y a los de Polla, así como a los suboficiales de los Carabinieri en excedencia. Saludo con afecto a los confirmandos de la diócesis de Faenza-Modigliana, acompañados por su obispo monseñor Mario Toso; queridos jóvenes, abrid vuestro corazón a los impulsos del Espíritu Santo para ser testigos valientes del Evangelio.
Por último, mi pensamiento se dirige a los jóvenes, a los enfermos, a los ancianos y a los recién casados. Mañana la liturgia nos hace celebrar la memoria de san Ignacio de Antioquía, pastor ardiente de amor a Cristo. Que su ejemplo ayude a todos a redescubrir la alegría de ser cristianos.
Y no olvidemos a los países en guerra; no olvidemos a la atormentada Ucrania, Palestina, Israel, Myanmar. Hermanos y hermanas, no olvidemos que la guerra siempre, siempre, es una derrota. No lo olvidemos y recemos por la paz y luchemos por la paz.
¡Mi bendición para todos!
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