PAPA FRANCISCO | Lo digo a la Iglesia, a los gobiernos, a las organizaciones internacionales, a todos y cada uno: por favor, no olvidemos a los pobres, así lo pidió el Santo Padre en el final de su Homilía compartida en la Santa Misa, en la mañana de hoy (hora de Roma). El Santo Padre Francisco presidió en la Basílica Vaticana la Santa Misa en ocasión de la VIII Jornada Mundial de los Pobres, que se celebra hoy sobre el tema: «La oración de los pobres sube hasta Dios» (cf. Eclesiástico 21,5).
El Papa decía, “Jesús nos invita a tener una mirada más aguda, a tener ojos capaces de «leer dentro» de los acontecimientos de la historia, para descubrir que, incluso en la angustia de nuestro corazón y de nuestro tiempo, brilla una esperanza inquebrantable. Por tanto, en esta Jornada Mundial de los Pobres, detengámonos precisamente en estas dos realidades: la angustia y la esperanza, que siempre se desafían a duelo en el campo de nuestro corazón.
Ante todo, la angustia. Es un sentimiento muy extendido en nuestra época, en la que la comunicación social amplifica los problemas y las heridas, haciendo el mundo más inseguro y el futuro más incierto”.
Más adelante, agregaba, “pero aquí Jesús, en medio de ese cuadro apocalíptico, enciende la esperanza. Él abre el horizonte, ensancha nuestra mirada para que aprendamos a captar, incluso en la precariedad y el dolor del mundo, la presencia del amor de Dios que se acerca, que no nos abandona, que actúa para nuestra salvación”.
Profundizando, dijo el Papa, “nosotros somos sus discípulos, que gracias al Espíritu Santo podemos sembrar esta esperanza en el mundo. Somos nosotros quienes podemos y debemos encender las luces de la justicia y de la solidaridad mientras se espesan las sombras de un mundo cerrado (cf. Enc. Fratelli tutti, 9-55). Somos nosotros a quienes su Gracia hace brillar, es nuestra vida impregnada de compasión y caridad la que se convierte en signo de la presencia del Señor, siempre cerca del sufrimiento de los pobres, para aliviar sus heridas y cambiar su suerte”. Finalizando, señaló, “(…) lo digo a la Iglesia, lo digo a los gobiernos, lo digo a las organizaciones internacionales, lo digo a todos y cada uno: por favor, no olvidemos a los pobres”.
A continuación, compartimos en forma completa la Homilía de Su Santidad Francisco:
Las palabras que acabamos de escuchar podrían suscitar en nosotros sentimientos de angustia; en realidad, son un gran anuncio de esperanza. En efecto, si por un lado Jesús parece describir el estado de ánimo de quienes han visto la destrucción de Jerusalén y piensan que ha llegado el fin, al mismo tiempo anuncia algo extraordinario: en la hora misma de la oscuridad y la desolación, justo cuando todo parece derrumbarse, Dios viene, Dios se acerca, Dios nos reúne para salvarnos.
Jesús nos invita a tener una mirada más aguda, a tener ojos capaces de «leer dentro» de los acontecimientos de la historia, para descubrir que, incluso en la angustia de nuestro corazón y de nuestro tiempo, brilla una esperanza inquebrantable. Por tanto, en esta Jornada Mundial de los Pobres, detengámonos precisamente en estas dos realidades: la angustia y la esperanza, que siempre se desafían a duelo en el campo de nuestro corazón.
Ante todo, la angustia. Es un sentimiento muy extendido en nuestra época, en la que la comunicación social amplifica los problemas y las heridas, haciendo el mundo más inseguro y el futuro más incierto. Incluso el Evangelio de hoy se abre con un cuadro que proyecta la tribulación del pueblo en el cosmos, y lo hace utilizando un lenguaje apocalíptico: «El sol se oscurecerá, la luna ya no dará su resplandor, las estrellas caerán…» y así sucesivamente (Mc 13,24-25).
Si nuestra mirada sólo se detiene en la crónica de los acontecimientos, la angustia se apodera de nosotros. Todavía hoy, vemos oscurecerse el sol y apagarse la luna, vemos el hambre y la carestía que oprimen a tantos hermanos y hermanas que no tienen qué comer, vemos los horrores de la guerra, vemos las muertes inocentes. Ante este panorama, corremos el riesgo de hundirnos en el desánimo y de no darnos cuenta de la presencia de Dios en el drama de la historia. Así nos condenamos a la impotencia; vemos crecer a nuestro alrededor la injusticia que causa el dolor de los pobres, pero nos sumamos a la corriente resignada de quienes, por comodidad o pereza, piensan que «así va el mundo» y «no puedo hacer nada». Entonces incluso la propia fe cristiana queda reducida a una devoción inofensiva, que no perturba los poderes de este mundo ni genera un compromiso concreto de caridad. Y mientras una parte del mundo está condenada a vivir en los suburbios de la historia, mientras crecen las desigualdades y la economía penaliza a los más débiles, mientras la sociedad se entrega a la idolatría del dinero y del consumo, sucede que los pobres, los excluidos no pueden hacer otra cosa que seguir esperando (cf. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 54).
Pero aquí Jesús, en medio de ese cuadro apocalíptico, enciende la esperanza. Él abre el horizonte, ensancha nuestra mirada para que aprendamos a captar, incluso en la precariedad y el dolor del mundo, la presencia del amor de Dios que se acerca, que no nos abandona, que actúa para nuestra salvación. En efecto, cuando el sol se oscurezca, la luna deje de brillar y las estrellas caigan del cielo, dice el Evangelio, «verán al Hijo del hombre que vendrá sobre las nubes con gran poder y gloria»; y Él «reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo» (vv. 26-27).
Con estas palabras, Jesús se refiere en primer lugar a su muerte, que tendrá lugar poco después. En efecto, en el Calvario se oscurecerá el sol, descenderán las tinieblas sobre el mundo; pero en ese mismo momento el Hijo del hombre vendrá sobre las nubes, porque la fuerza de su resurrección romperá las cadenas de la muerte, surgirá de las tinieblas la vida eterna de Dios y nacerá un mundo nuevo de los escombros de una historia herida por el mal.
Hermanos y hermanas, ésta es la esperanza que Jesús quiere darnos. Y lo hace también a través de una hermosa imagen: mirad la higuera, dice, porque «cuando su rama se ablanda y brotan las hojas, significa que el verano está cerca» (v. 28). Del mismo modo, también nosotros estamos llamados a leer las situaciones de nuestra vida terrena: allí donde parece que sólo hay injusticia, dolor y pobreza, en ese momento tan dramático, el Señor se acerca para liberarnos de la esclavitud y hacer resplandecer la vida (cf. v. 29). Y se acerca con nuestra cercanía cristiana, con nuestra fraternidad cristiana. No se trata de arrojar una moneda en manos del necesitado. Al que da limosna le pregunto dos cosas: «¿Tocas las manos de la gente o lanzas la moneda sin tocarla? ¿Miras a los ojos de la persona a la que ayudas o apartas la mirada?».
Nosotros somos sus discípulos, que gracias al Espíritu Santo podemos sembrar esta esperanza en el mundo. Somos nosotros quienes podemos y debemos encender las luces de la justicia y de la solidaridad mientras se espesan las sombras de un mundo cerrado (cf. Enc. Fratelli tutti, 9-55). Somos nosotros a quienes su Gracia hace brillar, es nuestra vida impregnada de compasión y caridad la que se convierte en signo de la presencia del Señor, siempre cerca del sufrimiento de los pobres, para aliviar sus heridas y cambiar su suerte.
Hermanos y hermanas, no lo olvidemos: la esperanza cristiana, que se realizó en Jesús y se realiza en su Reino, nos necesita, necesita nuestro compromiso, necesita una fe que trabaje en la caridad, necesita cristianos que no miren hacia otro lado. Estaba mirando una fotografía que hizo un fotógrafo romano: salían de un restaurante, una pareja adulta, casi anciana, en invierno; la señora bien cubierta de pieles y el hombre también. En la puerta, había una pobre señora, tirada en el suelo, pidiendo limosna, y los dos miraban hacia otro lado… Esto pasa todos los días. Preguntémonos: ¿miro para otro lado cuando veo la pobreza, las necesidades, el dolor de los demás? Un teólogo del siglo XX decía que la fe cristiana debe generar en nosotros «una mística de ojos abiertos», no una espiritualidad que huye del mundo, sino -al contrario- una fe que abre los ojos a los sufrimientos del mundo y a la infelicidad de los pobres para ejercer la misma compasión que Cristo. ¿Siento la misma compasión que el Señor ante los pobres, ante los que no tienen trabajo, los que no tienen comida, los marginados por la sociedad? Y no debemos fijarnos sólo en los grandes problemas de la pobreza en el mundo, sino en lo poco que todos podemos hacer cada día con nuestro estilo de vida, con nuestro cuidado y preocupación por el medio ambiente en el que vivimos, con nuestra búsqueda tenaz de la justicia, con el compartir nuestros bienes con los que son más pobres, con nuestro compromiso social y político para mejorar la realidad que nos rodea. Puede parecernos poco, pero nuestro poco será como las primeras hojas que brotan en la higuera, nuestro poco será un anticipo del verano que ya está cerca.
Queridos amigos, en esta Jornada Mundial de los Pobres me gusta recordar una advertencia del cardenal Martini. Decía que debemos cuidarnos de pensar que primero está la Iglesia, ya sólida en sí misma, y después los pobres de los que decidimos ocuparnos. En realidad, nos convertimos en la Iglesia de Jesús en la medida en que servimos a los pobres, porque sólo así «la Iglesia “llega a ser” ella misma, es decir, la Iglesia se convierte en una casa abierta a todos, un lugar de compasión de Dios por la vida de cada hombre» (C.M. Martini, Città senza mura. Lettere e discorsi alla diocesi 1984, Bolonia 1985, 350).
Y lo digo a la Iglesia, lo digo a los gobiernos, lo digo a las organizaciones internacionales, lo digo a todos y cada uno: por favor, no olvidemos a los pobres.
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