Mons. Olivera | Creer en la Resurrección, ciertamente, nos pone en el camino de la búsqueda de lo absoluto, así lo expresó el Obispo Castrense de Argentina, en la Homilía, durante la celebración de la Santa Misa, en la solemnidad de los Fieles Difuntos. Fue en la media mañana del miércoles 2 de noviembre, en la Catedral Castrense, Stella Maris, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA).
Presidió la Santa Misa, Mons. Santiago Olivera, concelebraron, el Vicario General, Mons. Gustavo Acuña, el Canciller y Capellán Mayor de la Armada Argentina, Padre Francisco Rostom Maderna, el Capellán Mayor del Ejército Argentino, Padre Eduardo Castellanos, el Capellán Mayor de FAA, Padre César Tauro, el Capellán Mayor de GNA, Padre Jorge Massut, el Capellán Mayor de PNA, Padre Diego Tibaldo, el Capellán Mayor de la PSA, Padre Rubén Bonacina, el Rector de la Catedral Castrense, Padre Diego Pereyra, el Rector del Seminario Diocesano, Padre Daniel Díaz Ramos y Capellanes Castrenses de las Fuerzas Armadas y Fuerzas Federales de Seguridad.
Participaron, Jefe de Estado Mayor Conjunto, Teniente General Juan Martín Paleo, el Jefe del Estado Mayor General del Ejército, General de División Guillermo Pereda, el Jefe del Estado Mayor General de la Armada, Almirante Julio Horacio Guardia, Jefe del Estado Mayor General de la Fuerza Aérea Argentina, Brigadier General Xavier Julián Isaac. Autoridades de Gendarmería Nacional Argentina, Prefectura Naval Argentina, de la Policía de Seguridad Aeroportuaria y fieles castrenses.
En la Homilía, Mons. Santiago decía, “es un motivo de mucho gozo poder reunirnos cada año en torno a la celebración, conmemoración de los fieles difuntos, y es un día gozoso porque nos renovamos en la confianza de saber que Dios quiere la vida, Él es Misericordioso y nos amó tanto que envió a su Hijo para Salvarnos”. Señalando más adelante, “particularmente como Obispo de esta particular diócesis donde la mayoría de nuestros fieles tienen en su horizonte la convicción de entregar su vida si fuera necesario, la vida que es un gran don de Dios, por amor a la Patria, a su gente, a nuestro pueblo, me da mucha alegría celebrar junto a parte del clero y con ustedes miembros de esta familia diocesana esta Eucaristía anual para rezar por nuestros hermanos, por nuestros camaradas que ya nos han precedido y nos esperan, aquellos que han muerto y especialmente los que por su deber y en el cumplimiento del mismo derramaron su sangre, ofrecieron su vida”.
A continuación, compartimos en forma completa la Homilía de Mons. Santiago Olivera, Obispo Castrense de Argentina:
Misa Catedral
Predicación Misa de Difuntos
2 de noviembre de 2022
Muchas gracias a las autoridades presentes de todos las Fuerzas, a todos ustedes, a los Capellanes por el esfuerzo de reunirnos para rezar juntos.
Es un motivo de mucho gozo poder reunirnos cada año en torno a la celebración, conmemoración de los fieles difuntos reunirnos, y es un día gozoso porque nos renovamos en la confianza de saber que Dios quiere la vida, Él es Misericordioso y nos amó tanto que envió a su Hijo para Salvarnos. Pero también, sin duda, un día de esperanza también, porque sabemos que el Señor nos espera en la Patria del cielo, y porque creemos en la Resurrección.
La primera lectura que hemos compartido de la Carta de los Macabeos dice: “…Les mandó a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy hermosa y noblemente, pensando en la resurrección. Hemos escuchado, pues de no esperar que los soldados caídos resucitarían, habría sido superfluo y necio rogar por los muertos; más si consideraba una magnífica recompensa que está reservada a los que duermen piadosamente, y este era un pensamiento santo y piadoso…”
Particularmente como Obispo de esta particular diócesis donde la mayoría de nuestros fieles tienen en su horizonte la convicción de entregar su vida si fuera necesario, la vida que es un gran don de Dios, por amor a la Patria, a su gente, a nuestro pueblo, me da mucha alegría celebrar junto a parte del clero y con ustedes miembros de esta familia diocesana esta Eucaristía anual para rezar por nuestros hermanos, por nuestros camaradas que ya nos han precedido y nos esperan, aquellos que han muerto y especialmente los que por su deber y en el cumplimiento del mismo derramaron su sangre, ofrecieron su vida. Este acto, que es la Misa que desde hace muchos años se celebra es también para nosotros un pensamiento santo y piadoso, pero es un acto de fe, es un acto de justicia, es un acto de gratitud.
El tema de la muerte debe ser siempre tenido muy presente en nuestra vida cristiana.
Sabemos, porque alguna vez lo hemos leído o por nuestra propia experiencia, que el tema de la muerte va variando según nuestras realidades, circunstancias y edades, podríamos decir también, según nuestra fe. Fe no sólo expresada con los labios, sino en la propia vida. Hemos escuchado en el Evangelio, Marta le expresó a Jesús la fe, podrimos decir, el dogma, pero ella pensó que, si Jesús estaba, su hermano estaría vivo. (Juan 11,21-35) El Señor siempre está. En Marta un poco estamos todos, no sólo en lo dramático de la muerte sino en algunas situaciones que nos tocan vivir. Hay algo en que nos asemejamos todos, por nuestra propia naturaleza, y es la aversión a la muerte, aún los más santos, sufrieron y/o sufren frente a ella. El mismo Jesús, verdadero Hombre sufrió en la Pasión. La muerte es una agresión a nuestra naturaleza porque hemos nacido y hemos sido llamados a la vida para siempre, a la vida eterna, a la inmortalidad.
Es el pecado nos privó de ese don de Dios. Pero Él en su gran amor, envió a su Hijo para recuperarlo. Como sabemos, nos la recuperó el Señor Jesús con su propia Muerte y con su Resurrección.
El texto del Señor, que no sabemos el día y la hora de nuestra partida es muy real, pero quizá muchos cristianos lo leemos rápido o somos como esos oyentes olvidadizos.
En verdad no sabemos el último día y en la pedagogía divina será para que no descuidemos ninguno. Frente al final, de cara a la verdad, lo superfluo cuenta poco. No saber el día ni la hora es en muchos de los fieles de nuestra diócesis una concreta realidad. Lo saben los hombres y mujeres de las fuerzas, lo saben sus familias. Pero el amor y el servicio puede más que la mirada egoísta y temerosa.
Esta celebración de la Eucaristía que año tras año nos encuentra rezando por aquellos que partieron nos viene muy bien a cada uno de nosotros para ver cómo es nuestra relación con la muerte a la que San Francisco pudo llamar, “hermana muerte”. San Ignacio de Loyola en los Ejercicios, dedica unos días a la meditación sobre la muerte. Y en la composición de lugar nos dice: “…Imaginémonos a nosotros mismos en el lecho de la muerte rodeados de nuestros hermanos de religión, recibidos los sacramentos a punto de morir. Y parte de la petición es: “Dadme Señor, que en vida juzgue de las cosas que me rodean como juzgaré a ellas a la hora de la muerte.
Dice San Ignacio, que la muerte: “es cierta, inevitable y única” es más nos dice, la muerte es Pronta, es Próxima. – Moriremos pronto. Para los viejos es cosa clara, ya que no pueden vivir mucho; pero ¿y para los jóvenes? También; ¡viene tan pronto la muerte! Y nos remite a la Carta de Santiago, 4,14-15: “¿Qué saben del mañana? ¿qué es su vida? Ustedes son como una neblina que aparece un rato y enseguida desaparece. Más bien tendrían que decir: Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello”. El tiempo es corto. Los que ya tenemos edad, ¿no nos sorprende cómo nos pasaron los años? El libro de la Sabiduría dirá “como una sombra, como un correo veloz”. Y la muerte nos despojará de todo. Parientes, amigos, honores, riqueza…y recuerda lo de San Francisco de Borja, cuando comparte ante el cadáver desfigurado de la esposa de Carlos V, la emperatriz Isabel de Portugal que “la muerte se lleva hasta su hermosura”.
La muerte…sabemos, es tránsito a otra vida, puerta de la eternidad, fin de una vida temporal y para el alma comienzo de una vida eterna… ¡eternamente feliz o eternamente desdichada! Creer en la Resurrección, ciertamente, nos pone en el camino de la búsqueda de lo absoluto. Creer en la Resurrección nos sitúa en el camino de la confianza. El ¡No temas! tantas veces dicho por Jesús en sus Evangelios debería calar hondo en nuestro corazón para transitar por la vida con la certeza que nada aquí es definitivo, todo es transitorio y pasajero.
Hace muy bien rezar por los difuntos. Intercedemos como Iglesia peregrina por cada uno de los que han partido, pero también nos hace muy bien a cada uno de nosotros meditar sobre la realidad de la muerte.
A la luz de la muerte de Jesús, es maravilloso pensar y saber que la muerte no es un fin, sino que es el comienzo, en el Prefacio de la Misa de difuntos, rezamos “nuestra vida no termina, sino que se transforma”. La muerte es el día para volver al Padre. La muerte, nuestra muerte está pensada por Dios. No morimos por la fatalidad, no morimos por distracción, no morimos por casualidad, no morimos en las vísperas. Aquí son los tantos…”si hubieras estado aquí”, que decía Marta, que a veces muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo le dicen a Dios. El día de nuestra muerte también forma parte de la Providencia Amorosa del Padre. Nuestra muerte debe ser siempre pensada desde la muerte de Cristo. Allí podrá ser mirada sin tanto temor, “Dios nos hizo para Él y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse definitivamente en Él”, nos recordó el gran San Agustín. Y es maravillosa lo que cantaba Santa Teresa: “Sácame de esta muerte, mi Dios y dame la vida; no me tengas impedida en este lazo tan fuerte. Mira qué pena no verte, y mi mal es tan entero, que muero porque no muero” (Sta. Teresa,” Vivo sin vivir en mí”) La muerte de Jesús ilumina nuestra propia muerte porque su muerte es un paso, un abrazo al Padre.
Vamos al encuentro con quien nos Ama desde siempre, llevado por las manos de Jesús porque nadie va al Padre sino por medio del Hijo, como nos dice la Escritura. Nuestra muerte será la definitiva comunión humana porque allí, no habrá más separaciones, divisiones ni tensiones. Será la gran comunión familiar, porque volveremos a encontrarnos a las personas que hemos dejado aquí en la tierra; será la gran comunión eclesial, será un sólo Pueblo de Dios, un solo Cuerpo de Cristo, un sólo Templo del Espíritu Santo. Seremos consumados en la unidad.
Para nuestros fieles la dimensión de la muerte es hablada y también sopesada, y nada se antepone ni la propia vida si peligra la Patria, su pueblo, su territorio, su gente, por eso es un buen deseo hacer carne esta verdad hecha oración:
“He de morir, ciertamente, una sola vez, pronto y seré despojado de todo y pasaré a otra vida. Por tanto, he de vivir como quien sabe que ha de morir, preparado siempre, desasido de todo, sólo apegado a lo que no me podrá arrancar la muerte, que es mi Dios y mis buenas obras.
Nos encomendamos a María, nuestra Madre, en sus diversas advocaciones de Luján, de la Merced, de Stella Maris, de Loreto y de Nuestra Señora del Buen Viaje, ya que a ella le decimos muchas veces “ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte” y confiados le rezamos: “y al final de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre”.
0 comentarios