PAPA FRANCISCO | Oramos a Dios a través de Dios, así lo expresó el Santo Padre al compartir su mensaje durante la Audiencia General del miércoles. Celebrada en Plaza San Pedro, Su Santidad Francisco continuando con el ciclo de catequesis, «El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo conduce al pueblo de Dios a Jesús, nuestra esperanza», centró su meditación en el tema “El Espíritu intercede por nosotros”. El Espíritu Santo y la oración cristiana (Lectura: Rom 8,26-27).
Esto nos decía, “la acción santificadora del Espíritu Santo, además de a través de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, se expresa en la oración, y a ella queremos dedicar la reflexión de hoy: la oración. El Espíritu Santo es a la vez sujeto y objeto de la oración cristiana. Es decir, Él es el que da la oración y Él es el que es dado por la oración”.
Continuando, agregó el Papa, “la oración es libre. Rezas cuando el Espíritu te ayuda a rezar. Rezas cuando sientes la necesidad de rezar en tu corazón; y cuando no sientes nada, párate y pregúntate: ¿por qué no siento el deseo de rezar, qué está pasando en mi vida? Siempre, la espontaneidad en la oración es lo que más nos ayuda. Esto significa rezar como hijos, no como esclavos”.
En otro párrafo, Su Santidad explicaba, “en el Nuevo Testamento vemos que el Espíritu Santo desciende siempre durante la oración. Desciende sobre Jesús en el bautismo en el Jordán, mientras «oraba» (Lc 3,21); y desciende sobre los discípulos en Pentecostés, mientras «perseveraban unánimes en la oración» (Hch 1,14). Es el único «poder» que tenemos sobre el Espíritu de Dios. El poder de la oración: él no se resiste a la oración. Rezamos y él viene”.
Profundizando señalaba, “(…) el Espíritu Santo es el que nos da la verdadera oración. Lo dice san Pablo: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad; porque nosotros no sabemos orar como es debido, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inefables; y el que escruta los corazones conoce los deseos del Espíritu, que intercede por los santos según el designio de Dios» (Rm 8, 26-27)”.
Finalmente, el Santo Padre, completó diciendo, “la oración cristiana no es el hombre hablando desde un extremo del teléfono a Dios en el otro extremo, no, ¡es Dios orando en nosotros! Oramos a Dios a través de Dios. Orar es meternos dentro de Dios y que Dios entre dentro de nosotros. El Espíritu Santo intercede por nosotros y nos enseña también a interceder, a nuestra vez, por nuestros hermanos; nos enseña la oración de intercesión: rezad por esta persona, rezad por aquel enfermo, por el que está en la cárcel, rezad…; rezad también por la suegra, y rezad siempre, siempre. Esta oración es particularmente agradable a Dios porque es la más gratuita y desinteresada”.
A continuación, compartimos en forma completa el mensaje de Su Santidad Francisco:
Palabras del brazo antes del comienzo de la Audiencia General
He querido saludar a la Virgen de los Desamparados, la Virgen que cuida de los pobres, la patrona de Valencia, de Valencia, que tanto sufre, y también de otras partes de España, pero especialmente de Valencia, que está bajo el agua y sufriendo. Yo quería que estuviera aquí, la patrona de Valencia. Esta imagen me la dieron los propios valencianos. Hoy, de manera especial, rezamos por Valencia y otras partes de España que están sufriendo por el agua.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La acción santificadora del Espíritu Santo, además de a través de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, se expresa en la oración, y a ella queremos dedicar la reflexión de hoy: la oración. El Espíritu Santo es a la vez sujeto y objeto de la oración cristiana. Es decir, Él es el que da la oración y Él es el que es dado por la oración. Oramos para recibir al Espíritu Santo, y recibimos al Espíritu Santo para orar de verdad, es decir, como hijos de Dios, no como esclavos. Pensemos en esto: orar como hijos de Dios, no como esclavos. Hay que rezar siempre con libertad. «Hoy debo rezar esto, esto, esto, porque he prometido esto, esto, esto… ¡Si no, iré al infierno!». No, esto no es rezar. La oración es libre. Rezas cuando el Espíritu te ayuda a rezar. Rezas cuando sientes la necesidad de rezar en tu corazón; y cuando no sientes nada, párate y pregúntate: ¿por qué no siento el deseo de rezar, qué está pasando en mi vida? Siempre, la espontaneidad en la oración es lo que más nos ayuda. Esto significa rezar como hijos, no como esclavos.
En primer lugar, debemos rezar para recibir el Espíritu Santo. Hay, a este respecto, una palabra muy precisa de Jesús en el Evangelio: «Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11,13). Cada uno de nosotros, cada una de nosotras, a los pequeños sabemos darles cosas buenas, sean hijos, nietos o amigos. Los pequeños siempre reciben cosas buenas de nosotros. ¿Y cómo no nos va a dar el Padre el Espíritu? Y esto nos da valor y podemos seguir adelante. En el Nuevo Testamento vemos que el Espíritu Santo desciende siempre durante la oración. Desciende sobre Jesús en el bautismo en el Jordán, mientras «oraba» (Lc 3,21); y desciende sobre los discípulos en Pentecostés, mientras «perseveraban unánimes en la oración» (Hch 1,14).
Es el único «poder» que tenemos sobre el Espíritu de Dios. El poder de la oración: él no se resiste a la oración. Rezamos y él viene. En el monte Carmelo, los falsos profetas de Baal -recordemos aquel pasaje de la Biblia- se agitaban para invocar fuego del cielo sobre su sacrificio, pero no sucedió nada, porque eran idólatras, adoraban a un dios que no existe; Elías oró y el fuego descendió y consumió el holocausto (cf. 1 Re 18,20-38). La Iglesia sigue fielmente este ejemplo: siempre tiene la imploración «¡Ven! Ven!» cada vez que se dirige al Espíritu Santo. Y lo hace especialmente en la Misa, para que descienda como el rocío y santifique el pan y el vino del sacrificio eucarístico.
Pero hay también otro aspecto, que es el más importante y alentador para nosotros: el Espíritu Santo es el que nos da la verdadera oración. Lo dice san Pablo: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad; porque nosotros no sabemos orar como es debido, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inefables; y el que escruta los corazones conoce los deseos del Espíritu, que intercede por los santos según el designio de Dios» (Rm 8, 26-27).
Es verdad, no sabemos rezar. Debemos aprender cada día. La razón de esta debilidad de nuestra oración solía expresarse en una sola palabra, utilizada de tres maneras distintas: como adjetivo, como sustantivo y como adverbio. Es fácil de recordar, incluso para quienes no saben latín, y merece la pena tenerla presente, porque ella sola encierra todo un tratado. Los seres humanos, decía aquel refrán, «mali, mala, male petimus», que significa: siendo malos (mali), pedimos cosas equivocadas (mala) y de forma equivocada (male). Jesús dice: «Buscad primero el reino de Dios, y lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33); nosotros, en cambio, buscamos primero lo extra, es decir, nuestros propios intereses -¡muchas veces! -, y nos olvidamos por completo de pedir el reino de Dios. Pedimos al Señor el reino, y todo viene con él.
El Espíritu Santo viene, sí, al rescate de nuestra debilidad, pero hace algo muy importante todavía: nos atestigua que somos hijos de Dios y pone en nuestros labios el grito: «¡Padre!» (Rom 8,15; Gal 4,6). No podemos decir «Padre, Abba» sin la fuerza del Espíritu Santo. La oración cristiana no es el hombre hablando desde un extremo del teléfono a Dios en el otro extremo, no, ¡es Dios orando en nosotros! Oramos a Dios a través de Dios. Orar es meternos dentro de Dios y que Dios entre dentro de nosotros.
Es precisamente en la oración donde el Espíritu Santo se revela como «Paráclito», es decir, abogado y defensor. No nos acusa ante el Padre, sino que nos defiende. Sí, nos defiende, nos convence de que somos pecadores (cf. Jn 16, 8), pero lo hace para hacernos gustar la alegría de la misericordia del Padre, no para destruirnos con estériles sentimientos de culpa. Incluso cuando nuestro corazón nos reprocha algo, Él nos recuerda que «Dios es más grande que nuestro corazón» (1 Jn 3,20). Dios es más grande que nuestro pecado. Todos somos pecadores… Pensemos: quizá algunos de vosotros -no lo sé- tenéis tanto miedo por las cosas que habéis hecho, miedo a ser reprendidos por Dios, miedo a tantas cosas y no encontráis la paz. Poneos en oración, invocad al Espíritu Santo y Él os enseñará a pedir perdón. ¿Y sabes qué? Dios no sabe mucha gramática y cuando pedimos perdón, ¡no nos deja terminar! «Porque…» y ahí, Él no nos deja terminar la palabra perdón. Él nos perdona primero, siempre está ahí para perdonarnos, antes de que terminemos la palabra perdón. Decimos «porque…» y el Padre siempre nos perdona.
El Espíritu Santo intercede por nosotros y nos enseña también a interceder, a nuestra vez, por nuestros hermanos; nos enseña la oración de intercesión: rezad por esta persona, rezad por aquel enfermo, por el que está en la cárcel, rezad…; rezad también por la suegra, y rezad siempre, siempre. Esta oración es particularmente agradable a Dios porque es la más gratuita y desinteresada. Cuando todos rezan por todos, sucede -lo decía san Ambrosio- que todos rezan por todos; la oración se multiplica [1]. La oración es así. He aquí una tarea tan preciosa y necesaria en la Iglesia, particularmente en este tiempo de preparación al Jubileo: unirnos al Paráclito que «intercede por todos nosotros según los designios de Dios».
Pero no recéis como loros, ¡por favor! No digáis «bla, bla, bla…». No. Decid «Señor», pero decidlo de corazón. «Ayúdame, Señor», “Te amo, Señor”. Y cuando reces el Padre Nuestro, reza «Padre, Tú eres mi Padre». Rezad con el corazón y no con los labios, no seáis como loros.
Que el Espíritu nos ayude en la oración, ¡porque la necesitamos tanto! Gracias.
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[1] De Cain et Abel, I, 39.
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Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En este tiempo de preparación al Jubileo, pidamos al Espíritu Santo que interceda por nosotros, para que seamos peregrinos de esperanza dispuestos a seguir siempre a Jesús, que es camino, verdad y vida. Que Dios los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua italiana. Saludo, en particular, a los participantes en el curso promovido por la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, a los seminaristas de la diócesis de San Marco Argentano-Scalea, a la peregrinación de los Pequeños Apóstoles de la Redención, al grupo de oración de Mondragone, a los maratonianos de Pordenone.
Por último, mi pensamiento se dirige a los jóvenes, a los enfermos, a los ancianos y a los recién casados. A todos ellos les animo a vivir su vida cotidiana en fidelidad al Evangelio, sostenidos por la fe y la esperanza.
Y recemos por la paz. No olvidemos la atormentada Ucrania, que tanto sufre; no olvidemos Gaza e Israel. El otro día 153 civiles fueron ametrallados mientras caminaban por la calle. Es muy triste. No olvidemos Myanmar. Y no olvidemos Valencia ni España. Por eso, como decía, está hoy, presidida, la Virgen de los Desamparados, Nuestra Señora de los Desamparados, que es la patrona de Valencia. Os invito a rezar por Valencia un Ave María a Ella. Ave María….
Y pedimos al Señor vivir siempre con esperanza. ¡Mi bendición para todos!
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