Papa Francisco | Pidamos hoy esta gracia: saber amar a Jesús abandonado, y saber amar a Jesús en cada persona abandonada, así lo pedía el Santo Padre al compartir la Homilía. Fue durante la celebración de la Santa Misa, en el Domingo de Ramos, en Plaza San Pedro donde participaron fieles y peregrinos del mundo.
El Santo Padre decía, “»Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Esta es la invocación que la liturgia de hoy nos hace repetir en el salmo responsorial (cf. Sal 22,2) y es la única pronunciada en la cruz por Jesús en el Evangelio que hemos escuchado”. Agregando, “los sufrimientos de Jesús fueron muchos, y cada vez que escuchamos el relato de la pasión entran en nosotros. Han sido sufrimientos del cuerpo: pensemos en las bofetadas, los azotes, la flagelación, la corona de espinas, el suplicio de la cruz”.
Continuando, el Papa señalaba, “sin embargo, en todo este dolor a Jesús le quedaba una certeza: la cercanía del Padre. Pero ahora sucede lo impensable; antes de morir grita: «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?». El abandono de Jesús. He aquí el sufrimiento más lacerante, es el sufrimiento del espíritu: en la hora más trágica Jesús experimenta el abandono de Dios. Nunca antes había llamado al Padre con el nombre genérico de Dios”.
En otro párrafo, el Pontífice, compartía, “el hecho real es el abajamiento extremo, es decir, el abandono de su Padre, el abandono de Dios. El Señor llega a sufrir por amor a nosotros hasta tal punto que nos resulta difícil incluso comprenderlo”.
Profundizando, añadía, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El verbo ‘abandonar’ en la Biblia es fuerte; aparece en momentos de dolor extremo: en amores fracasados, rechazados y traicionados; en hijos rechazados y abortados; en situaciones de repudio, viudez y orfandad; en matrimonios agotados, en exclusiones que privan de vínculos sociales, en la opresión de la injusticia y en la soledad de la enfermedad: en fin, en las más drásticas laceraciones de los lazos. Allí se dice esta palabra: «abandono»”.
Entonces, nos preguntó: “¿Y por qué fue tan lejos? Para nosotros, no hay otra respuesta. Para nosotros. Hermanos y hermanas, hoy no se trata de un espectáculo. Cada uno de nosotros, al escuchar el abandono de Jesús, cada uno de nosotros se dice a sí mismo: por mí.”
Avanzando en su Homilía, el Papa expresaba, “no es el final, porque Jesús ha estado allí y ahora está contigo: Él, que sufrió la distancia del abandono para acoger en su amor toda nuestra distancia. Para que cada uno de nosotros pueda decir: en mis caídas -cada uno de nosotros ha caído muchas veces-, en mi desolación, cuando me siento traicionado, o he traicionado a otros, cuando me siento descartado o he descartado a otros, cuando me siento abandonado o he abandonado a otros, pensamos que Él ha sido abandonado, traicionado, descartado”.
Entonces, el Papa nos revelaba, “(…) ese amor, todo por nosotros, hasta el extremo, el amor de Jesús es capaz de transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne. Es un amor de piedad, de ternura, de compasión. Tantos necesitan nuestra cercanía, tantos abandonados. Yo también necesito que Jesús me acaricie y se acerque a mí, y por eso voy a verle a los abandonados, a los solos. Él quiere que cuidemos de los hermanos y hermanas que más se le parecen, de Él en el acto extremo del dolor y de la soledad”.
Casi en el final de sus palabras, el Papa subrayó, “(…) Jesús Abandonado nos pide que tengamos ojos y corazón para los abandonados. Para nosotros, discípulos de los Desamparados, nadie puede ser marginado, nadie puede ser abandonado a su suerte; porque, recordemos, los rechazados y excluidos son iconos vivos de Cristo, nos recuerdan su amor loco, su abandono que nos salva de toda soledad y desolación. Hermanos y hermanas, pidamos hoy esta gracia: saber amar a Jesús abandonado, y saber amar a Jesús en cada persona abandonada”.
A continuación, compartimos en forma completa la Homilía de Su Santidad Francisco:
CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y LA PASIÓN DEL SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Domingo 2 de abril de 2023
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Esta es la invocación que la liturgia de hoy nos hace repetir en el salmo responsorial (cf. Sal 22,2) y es la única pronunciada en la cruz por Jesús en el Evangelio que hemos escuchado. Son, pues, las palabras que nos llevan al corazón de la pasión de Cristo, a la culminación de los sufrimientos que padeció para salvarnos. «¿Por qué me has abandonado?».
Los sufrimientos de Jesús fueron muchos, y cada vez que escuchamos el relato de la pasión entran en nosotros. Han sido sufrimientos del cuerpo: pensemos en las bofetadas, los azotes, la flagelación, la corona de espinas, el suplicio de la cruz. Han sido sufrimientos del alma: la traición de Judas, las negaciones de Pedro, las condenas religiosas y civiles, las burlas de los guardias, los insultos bajo la cruz, el rechazo de tantos, el fracaso de todo, el abandono de los discípulos. Sin embargo, en todo este dolor a Jesús le quedaba una certeza: la cercanía del Padre. Pero ahora sucede lo impensable; antes de morir grita: «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?». El abandono de Jesús.
He aquí el sufrimiento más lacerante, es el sufrimiento del espíritu: en la hora más trágica Jesús experimenta el abandono de Dios. Nunca antes había llamado al Padre con el nombre genérico de Dios. Para transmitirnos la fuerza de ese hecho, el Evangelio recoge también la frase en arameo: es la única, entre las dichas por Jesús en la cruz, que nos llega en la lengua original. El hecho real es el abajamiento extremo, es decir, el abandono de su Padre, el abandono de Dios. El Señor llega a sufrir por amor a nosotros hasta tal punto que nos resulta difícil incluso comprenderlo. Ve el cielo cerrado, experimenta la frontera amarga del vivir, el naufragio de la existencia, el derrumbamiento de toda certeza: grita «el porqué de los porqués». «Tú, Dios, ¿por qué?
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El verbo ‘abandonar’ en la Biblia es fuerte; aparece en momentos de dolor extremo: en amores fracasados, rechazados y traicionados; en hijos rechazados y abortados; en situaciones de repudio, viudez y orfandad; en matrimonios agotados, en exclusiones que privan de vínculos sociales, en la opresión de la injusticia y en la soledad de la enfermedad: en fin, en las más drásticas laceraciones de los lazos. Allí se dice esta palabra: «abandono». Cristo lo soportó en la cruz, cargando sobre sí el pecado del mundo. Y en la culminación Él, el Hijo unigénito y amado, experimentó la situación más extraña a Él: el abandono, la lejanía de Dios.
¿Y por qué fue tan lejos? Para nosotros, no hay otra respuesta. Para nosotros. Hermanos y hermanas, hoy no se trata de un espectáculo. Cada uno de nosotros, al escuchar el abandono de Jesús, cada uno de nosotros se dice a sí mismo: por mí. Este abandono es el precio que pagó por mí. Se compadeció de cada uno de nosotros hasta el extremo, para estar con nosotros hasta el final. Experimentó el abandono para no dejarnos rehenes de la desolación y estar con nosotros para siempre. Lo hizo por mí, por ti, para que cuando yo, tú o cualquiera se vea entre la espada y la pared, perdido en un callejón sin salida, sumido en el abismo del abandono, absorbido por la vorágine de tantos «porqués» sin respuesta, pueda haber esperanza. Para él, para ti, para mí. No es el final, porque Jesús ha estado allí y ahora está contigo: Él, que sufrió la distancia del abandono para acoger en su amor toda nuestra distancia. Para que cada uno de nosotros pueda decir: en mis caídas -cada uno de nosotros ha caído muchas veces-, en mi desolación, cuando me siento traicionado, o he traicionado a otros, cuando me siento descartado o he descartado a otros, cuando me siento abandonado o he abandonado a otros, pensamos que Él ha sido abandonado, traicionado, descartado. Y ahí lo encontramos a Él. Cuando me siento mal y perdido, cuando ya no puedo más, Él está conmigo; en mis muchos porqués sin respuesta, Él está ahí.
Así es como el Señor nos salva, desde dentro de nuestros «por qués». Desde ahí nos descubre la esperanza que no defrauda. En la cruz, de hecho, aunque siente el abandono extremo, no se deja llevar por la desesperación -ese es el límite-, sino que reza y se encomienda. Grita su «por qué» con las palabras de un salmo (22,2) y se entrega en las manos del Padre, aunque lo sienta lejos (cf. Lc 23,46) o no lo sienta porque se encuentra abandonado. En el abandono se confía a sí mismo. En el abandono sigue amando a los suyos que le habían dejado solo. En el abandono perdona a sus crucificadores (v. 34). Aquí el abismo de nuestros muchos males se baña en un amor más grande, de modo que toda nuestra separación se transforma en comunión.
Hermanos y hermanas, ese amor, todo por nosotros, hasta el extremo, el amor de Jesús es capaz de transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne. Es un amor de piedad, de ternura, de compasión. El estilo de Dios es éste: cercanía, compasión y ternura. Dios es así. Cristo abandonado nos mueve a buscarlo y amarlo en los abandonados. Porque en ellos no sólo están los necesitados, sino que está Él, Jesús abandonado, el que nos salvó bajando hasta lo más profundo de nuestra condición humana. Él está con cada uno de ellos, abandonado hasta la muerte… Pienso en aquel hombre llamado «de la calle», Germán, que murió bajo la columnata, solo, abandonado. Él es Jesús para cada uno de nosotros. Tantos necesitan nuestra cercanía, tantos abandonados. Yo también necesito que Jesús me acaricie y se acerque a mí, y por eso voy a verle a los abandonados, a los solos. Él quiere que cuidemos de los hermanos y hermanas que más se le parecen, de Él en el acto extremo del dolor y de la soledad. Hoy, queridos hermanos y hermanas, hay muchos «cristianos abandonados». Hay pueblos enteros explotados y abandonados a su suerte; hay pobres que viven en las encrucijadas de nuestras calles cuya mirada no nos atrevemos a cruzar; hay emigrantes que ya no son rostros sino números; hay presos rechazados, personas catalogadas como un problema. Pero también hay muchos cristianos invisibles, escondidos, abandonados, que son descartados con guante blanco: los niños no nacidos, los ancianos dejados solos -puede ser tu padre, tu madre quizás, el abuelo, la abuela, abandonados en instituciones geriátricas-, los enfermos no visitados, los discapacitados ignorados, los jóvenes que sienten un gran vacío interior sin que nadie escuche realmente su grito de dolor. Y no encuentran otro camino que el suicidio. Los abandonados de hoy. Los cristianos de hoy.
Jesús Abandonado nos pide que tengamos ojos y corazón para los abandonados. Para nosotros, discípulos de los Desamparados, nadie puede ser marginado, nadie puede ser abandonado a su suerte; porque, recordemos, los rechazados y excluidos son iconos vivos de Cristo, nos recuerdan su amor loco, su abandono que nos salva de toda soledad y desolación. Hermanos y hermanas, pidamos hoy esta gracia: saber amar a Jesús abandonado, y saber amar a Jesús en cada persona abandonada, en cada abandonador. Pidamos la gracia de saber ver, de saber reconocer al Señor que todavía grita en ellos. No dejemos que su voz se pierda en el silencio ensordecedor de la indiferencia. Dios no nos ha dejado solos; ocupémonos de los que están solos. Entonces, sólo entonces, haremos nuestros los deseos y sentimientos de Aquel que por nosotros «se despojó de sí mismo» (Flp 2,7). Se vació totalmente por nosotros.
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