PAPA FRANCISCO | Un corazón cerrado en sus propias convicciones no es del Espíritu del Señor

2 octubre, 2024

PAPA FRANCISCO | Un corazón cerrado en sus propias convicciones no es del Espíritu del Señor, así lo afirmó el Santo Padre al compartir la Homilía celebrada en la Apertura de la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos. El Papa Francisco reflexiona sobre tres imágenes clave: la voz, el refugio y el niño, en el contexto de la celebración de los Santos Ángeles Custodios.

El Papa decía, “hoy celebramos la memoria litúrgica de los Santos Ángeles Custodios, y reanudamos la Sesión plenaria del Sínodo de los Obispos. Escuchando lo que nos sugiere la Palabra de Dios, podríamos tomar tres imágenes como punto de partida para nuestra reflexión: la voz, el refugio y el niño.

En primer lugar, la voz. En el camino hacia la tierra prometida, Dios aconseja al pueblo que escuche la «voz del ángel» que Él ha enviado (cf. Ex 23,20-22). Es una imagen que nos toca de cerca, porque el Sínodo es también un viaje, en el que el Señor pone en nuestras manos la historia, los sueños y las esperanzas de un gran Pueblo: de hermanas y hermanos esparcidos por el mundo, (…)”.

Continuando, agregó el Pontífice, “a la segunda imagen: el refugio. El símbolo es el de las alas que custodian: «bajo sus alas hallarás refugio» (Sal 91,4). Las alas son instrumentos poderosos, capaces de levantar un cuerpo del suelo con sus vigorosos movimientos. Pero, aun siendo tan fuertes, también pueden agacharse y recogerse, convirtiéndose en escudo y nido acogedor para las crías, necesitadas de calor y protección”.

Agregando, señalaba, “un corazón cerrado en sus propias convicciones no es del Espíritu del Señor. Es un don abrirse, un don que debe combinarse, en el momento oportuno, con la capacidad de relajar los músculos e inclinarse, de ofrecerse al otro como abrazo acogedor y lugar de cobijo (…)”.

Avanzando, el Santo Padre dijo, “(…) la tercera imagen: el niño. Es Jesús mismo, en el Evangelio, quien «lo pone en medio», quien lo muestra a los discípulos, invitándoles a convertirse y a hacerse pequeños como Él. Le habían preguntado quién era el más grande en el reino de los cielos: él responde animándoles a hacerse pequeños como un niño. Pero no sólo: añade también que acogiendo a un niño en su nombre se le acoge a Él (cf. Mt 18,1-5)”.

Profundizando, añadió, el Papa, “(…), precisamente haciéndonos pequeños, Dios «nos muestra qué es la verdadera grandeza, es más, qué significa ser Dios» (Benedicto XVI, Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 11 de enero de 2009). No es casualidad que Jesús diga que los ángeles de los niños «ven siempre el rostro del Padre […] que está en los cielos» (Mt 18, 10): que son, es decir, como un «telescopio» del amor del Padre”.

Finalmente, dijo, “(…), reemprendamos este camino eclesial con la mirada vuelta hacia el mundo, porque la comunidad cristiana está siempre al servicio de la humanidad, para anunciar a todos la alegría del Evangelio. Lo necesitamos, especialmente en esta hora dramática de nuestra historia, mientras los vientos de la guerra y los fuegos de la violencia siguen devastando pueblos y naciones enteras”.

A continuación, compartimos en forma completa la Homilía de Su Santidad Francisco:

APERTURA DE LA ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS – SANTA MISA

CAPILLA PAPAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro

Domingo 2 de octubre de 2024

Hoy celebramos la memoria litúrgica de los Santos Ángeles Custodios, y reanudamos la Sesión plenaria del Sínodo de los Obispos. Escuchando lo que nos sugiere la Palabra de Dios, podríamos tomar tres imágenes como punto de partida para nuestra reflexión: la voz, el refugio y el niño.

En primer lugar, la voz. En el camino hacia la tierra prometida, Dios aconseja al pueblo que escuche la «voz del ángel» que Él ha enviado (cf. Ex 23,20-22). Es una imagen que nos toca de cerca, porque el Sínodo es también un viaje, en el que el Señor pone en nuestras manos la historia, los sueños y las esperanzas de un gran Pueblo: de hermanas y hermanos esparcidos por el mundo, animados por nuestra misma fe, movidos por el mismo deseo de santidad, para que con ellos y por ellos tratemos de comprender qué camino seguir para llegar adonde Él quiere llevarnos. Pero, ¿cómo podemos, nosotros, escuchar la «voz del ángel»?

Un camino es ciertamente el de acercarnos con respeto y atención, en la oración y a la luz de la Palabra de Dios, a todas las aportaciones recogidas a lo largo de estos tres años de trabajo, de compartir, de comparar y de paciente esfuerzo de purificación de la mente y del corazón. Se trata, con la ayuda del Espíritu Santo, de escuchar y comprender las voces, es decir, las ideas, las expectativas, las propuestas, para discernir juntos la voz de Dios que habla a la Iglesia (cf. Renato Corti, Quale prete?, Appunti inediti). Como hemos recordado repetidamente, la nuestra no es una asamblea parlamentaria, sino un lugar de escucha en comunión, donde, como dice san Gregorio Magno, lo que alguien tiene en sí parcialmente, lo posee completamente otro, y aunque algunos tengan dones particulares, todo pertenece a los hermanos en la «caridad del Espíritu» (cf. Homilías sobre los Evangelios, XXXIV).

Para que esto suceda hay una condición: que nos liberemos de aquello que, en nosotros y entre nosotros, puede impedir que la «caridad del Espíritu» cree armonía en la diversidad. No pueden hacerlo quienes presumen con arrogancia y pretenden tener el derecho exclusivo de escuchar la voz del Señor (cf. Mc 9,38-39). Toda palabra ha de ser acogida con gratitud y sencillez, para convertirse en eco de lo que Dios ha dado en beneficio de los hermanos (cf. Mt 10,7-8). En concreto, cuidemos de no convertir nuestras aportaciones en puntos a defender o agendas a imponer, sino ofrezcámoslas como dones a compartir, dispuestos incluso a sacrificar lo particular, si ello puede servir para que juntos vivamos algo nuevo según el plan de Dios. De lo contrario, acabamos encerrándonos en diálogos entre sordos, donde cada uno intenta «llevar agua a su molino» sin escuchar a los demás y, sobre todo, sin escuchar la voz del Señor.

Nosotros no tenemos las soluciones a los problemas que afrontamos, pero Él sí (cf. Jn 14,6), y recordemos que en el desierto no se bromea: si uno no presta atención al guía, presumiendo de autosuficiencia, puede morir de hambre y de sed, arrastrando consigo a los demás. Escuchemos, pues, la voz de Dios y de su ángel, si de verdad queremos seguir con seguridad nuestro camino más allá de los límites y las dificultades (cf. Sal 23,4).

Y esto nos lleva a la segunda imagen: el refugio. El símbolo es el de las alas que custodian: «bajo sus alas hallarás refugio» (Sal 91,4). Las alas son instrumentos poderosos, capaces de levantar un cuerpo del suelo con sus vigorosos movimientos. Pero, aun siendo tan fuertes, también pueden agacharse y recogerse, convirtiéndose en escudo y nido acogedor para las crías, necesitadas de calor y protección.

Es un símbolo de lo que Dios hace por nosotros, pero también un modelo a seguir, especialmente en este tiempo de asamblea. Entre nosotros, queridos hermanos y hermanas, hay muchas personas fuertes, bien preparadas, capaces de elevarse a las alturas con los vigorosos movimientos de la reflexión y las brillantes intuiciones. Todo esto es una riqueza, que nos estimula, nos empuja, nos obliga a veces a pensar más abiertamente y a avanzar con decisión, además de ayudarnos a permanecer firmes en la fe incluso ante los desafíos y las dificultades. El corazón abierto, el corazón en diálogo. Un corazón cerrado en sus propias convicciones no es del Espíritu del Señor. Es un don abrirse, un don que debe combinarse, en el momento oportuno, con la capacidad de relajar los músculos e inclinarse, de ofrecerse al otro como abrazo acogedor y lugar de cobijo: ser, como decía san Pablo VI, «una casa […] de hermanos, un taller de intensa actividad, un cenáculo de ardiente espiritualidad» (Discurso al Consejo de Presidencia del C.E.I., 9 de mayo de 1974).

Todos, aquí, se sentirán libres de expresarse tanto más espontánea y libremente cuanto más perciban a su alrededor la presencia de amigos que les quieren y que respetan, aprecian y desean escuchar lo que tienen que decir.

Y esto para nosotros no es sólo una técnica de «facilitación» -es cierto que hay «facilitadores» en el Sínodo, pero es para ayudarnos a avanzar mejor-, no es sólo una técnica de facilitación del diálogo o una dinámica de comunicación de grupo: abrazar, proteger y cuidar forma parte, de hecho, de la naturaleza misma de la Iglesia. Abrazar, proteger y cuidar. La Iglesia es, por su propia vocación, un lugar de encuentro hospitalario, donde «la caridad colegial exige una armonía perfecta, de la que resulta su fuerza moral, su belleza espiritual, su ejemplaridad» (ibid.). Esa palabra es muy importante, «armonía». No hay mayoría, minoría; esto puede ser un primer paso. Lo importante, lo fundamental es la armonía, la armonía que sólo puede hacer el Espíritu Santo. Él es el maestro de la armonía, que con tantas diferencias es capaz de crear una sola voz, con tantas voces diferentes. Pensemos en la mañana de Pentecostés, cómo el Espíritu creó esa armonía en las diferencias. La Iglesia necesita «lugares pacíficos y abiertos», que se creen ante todo en los corazones, en los que cada uno se sienta acogido como un niño en brazos de su madre (cf. Is 49,15; 66,13) y como un niño levantado a la mejilla de su padre (cf. Os 11,4; Sal 103,13).

Y así llegamos a la tercera imagen: el niño. Es Jesús mismo, en el Evangelio, quien «lo pone en medio», quien lo muestra a los discípulos, invitándoles a convertirse y a hacerse pequeños como Él. Le habían preguntado quién era el más grande en el reino de los cielos: él responde animándoles a hacerse pequeños como un niño. Pero no sólo: añade también que acogiendo a un niño en su nombre se le acoge a Él (cf. Mt 18,1-5).

Y para nosotros esta paradoja es fundamental. El Sínodo, dada su importancia, en cierto sentido nos pide que seamos «grandes» -de mente, de corazón, de mirada-, porque los temas a tratar son «grandes» y delicados, y los escenarios en los que se sitúan son amplios, universales. Pero precisamente por eso, no podemos permitirnos apartar la mirada del niño, al que Jesús sigue poniendo en el centro de nuestros encuentros y de nuestras mesas de trabajo, para recordarnos que la única manera de estar «a la altura» de la tarea que se nos ha confiado es abajarnos, hacernos pequeños y acogernos humildemente como tales. El más alto en la Iglesia es el que más se abaja.

Recordemos que, precisamente haciéndonos pequeños, Dios «nos muestra qué es la verdadera grandeza, es más, qué significa ser Dios» (Benedicto XVI, Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 11 de enero de 2009). No es casualidad que Jesús diga que los ángeles de los niños «ven siempre el rostro del Padre […] que está en los cielos» (Mt 18, 10): que son, es decir, como un «telescopio» del amor del Padre.

Hermanos y hermanas, reemprendamos este camino eclesial con la mirada vuelta hacia el mundo, porque la comunidad cristiana está siempre al servicio de la humanidad, para anunciar a todos la alegría del Evangelio. Lo necesitamos, especialmente en esta hora dramática de nuestra historia, mientras los vientos de la guerra y los fuegos de la violencia siguen devastando pueblos y naciones enteras.

Para invocar de la intercesión de María santísima el don de la paz, el próximo domingo iré a la basílica de Santa María la Mayor, donde rezaré el Santo Rosario y dirigiré a la Virgen una sentida súplica; si es posible, os pido también a vosotros, miembros del Sínodo, que me acompañéis en esa ocasión.

Y, al día siguiente, 7 de octubre, pido a todos que vivamos una jornada de oración y ayuno por la paz en el mundo.

Caminemos juntos. Escuchemos al Señor. Y dejémonos guiar por la brisa del Espíritu.

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